Ad Majorem Dei Gloriam…
A veces uno vive como puede y de lo que puede, sorteando con más suerte que pericia las continuas trampas con las que el destino va minando el escenario de la vida. A veces uno no tiene más remedio que enterrar ilusiones personales con la esperanza de conseguir sueños colectivos y, vencer luego el sentimiento de frustración, si no los alcanza.
A veces uno se enrola en barcos malditos, sabiendo que lo son y que se hundirán, porque no hay más que mirar la pinta de la tripulación para tener la seguridad de que no han reparado una vía de agua en su vida. A veces uno toma decisiones equivocadas o, ni siquiera decide. Se deja arrastrar por las aguas turbulentas del río de la vida a ver que pasa y… siempre pasa algo.
Hay cruces de caminos y cruces en los caminos, y es difícil orientarse. Hace muchos años, la suerte me brindó la oportunidad de saber más de mi futuro a través de las palabras de un fraile… Yo le servía un poco de arroz mientras él observaba mis manos. Dedicó más tiempo a mirar el mar a través de los cristales que a comer, al terminar me invitó a sentarme y charlar un poco. Hablamos durante casi quince minutos en los que aproveché para pedirle consejo sobre algo que en aquel momento me inquietaba. Me miró a los ojos, sonrió y me dijo:
“…Demasiado corazón para ser jesuita, demasiada cabeza para ser franciscano pero, quédate entre nos mientras puedas, mira, calla y aprende. Con esas manos y la suerte que te acompaña llegarás más lejos de lo que deseas. Ahora mismo no confías mucho en ti mismo, pero confías en mí, y yo te aseguro que te irá bien y aún mejor a los que estén a tu lado”.
A veces, en este lugar del Reino por donde el Rey no viene nunca, perdida ya la esperanza de que el Dios por el que murieron Ignacio Ellacuría, Monseñor Romero y todos los santos degollados inocentes, aparezca por aquí algún día, recuerdo aquel cuarto de hora de mi vida; la enorme mirada de aquel hombre menudo; lo certeras, acertadas y proféticas que resultaron sus palabras; como ha cambiado todo y, a pesar de todo, como casi nada ha cambiado.
Y… aún ahora me sirve de consuelo revivir aquel momento. No le había visto antes, más que en fotografía, y no le volví a ver después. Era un tipo muy importante al que, como a todos los que son verdaderamente grandes y sabios, le molestaba la ceremonia, los besamanos y los lameculos. Pocos años después vi su nombre en una esquela que ocupaba media página de no recuerdo que periódico, Monseñor José Arrupe S. J. No pude retener ni las lágrimas ni un pensamiento que callé entonces, por irreverente: “la justicia divina es un cuento chino, nosotros le necesitábamos más, ¿no se podía arreglar si él, el todopoderoso?”.
A. V. de B.
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