Al Filo de las Últimas cosas (2)
Recuerdo que lo primero que me vino a la cabeza al traspasar las puertas de esta ciudadela (hace ya demasiado tiempo), mientras caminaba por sus feas y angostas calles rumbo a no sabía donde; fueron las imágenes de otras calles que nunca existieron o que; existieron tantas veces en tantos lugares que llegaron a inspirar una novela que yo había leído, hacía ya algunos años y en cuyas páginas está la descripción exacta de estos paisajes, o de otros tan parecidos a este que mi cerebro los recreó una vez más y los superpuso a los reales.
Así fue como intuí por primera vez la irrealidad de este lugar. No la de la fealdad del paisaje, que es muy real, sino la de todo lo demás. Cuando por fin encontré un lugar en el que dormir, cuando mi amígdala decidió que aquel (o aquella) transexual era inofensivo comparado con el desequilibrado mental que, en un principio, me habían adjudicado los del uniforme azul como compañero, dormí a pierna suelta y al despertar, un solo pensamiento ocupaba toda mi mente. Era lo único importante, lo que en realidad me molestaba de este lugar, lo único que hoy me sigue atormentando a diario.
La absoluta falta de Belleza en alguna parte, en algún momento… ya sé que, como dejó dicho Santayana (un filósofo español, desgraciadamente, poco conocido en España): “la belleza es un elemento emocional, un placer nuestro, que no obstante consideramos como una cualidad del objeto”; sobre ello he pensado muchas veces ¿seré yo, será mi escepticismo, mi pesimismo el que me impide emocionarme y ver algo bello aquí? Pero la respuesta siempre es la misma: NO, porque si fuese así, tampoco encontraría bella la música que escucho, no encontraría bello nada de lo que leo, no me emocionaría con el cine o, con las historias de algunos de mis conciudadanos y eso, afortunadamente sigue ocurriendo.
Aquí, como en cualquier ciudad moderna, hay demasiada luz y eso impide ver las estrellas aún en las noches sin luna, hecho que… resta belleza a las noches, a la vida. La excusa, como en las ciudades es, no podía ser de otra forma, la seguridad. En muchas ocasiones me pregunto si merece la pena, si es posible vivir con tanta seguridad porque, lo que tengo claro desde hace muchos años y ahora más, es que, a más seguridad, menos libertad. Algún día, cada vez menos lejano a juzgar por los últimos cambios en el clima, pagaremos caro el despilfarro de luz. Tampoco nos saldrá gratis tanta seguridad…
Esto es como “El País de las Últimas Cosas” (primera novela de Paul Auster, 1988). Allí todo se había deteriorado, todo era escaso, más aún las cosas bellas y los buenos sentimientos. Aquí todo nació ya deteriorado, fue construido obviando cualquier rastro de belleza, incluso rechazándola, matándola cuando la naturaleza, viva y pertiñaz la hace surgir. Aquí, como allí, todo está plagado de muros, de barreras, de dificultades para conseguir las cosas más esenciales, más si, como el amor, la ternura o el inofensivo cariño pueden embellecer los largos días de alguien. Aquí, como allí, casi todo está prohibido y lo que no lo está, puede estarlo mañana.
La diferencia es que aquí, los habitantes, son escogidos entre aquellos a los que se les supone los peores sentimientos. Menos mal que a veces se equivocan.
A. V. de B.
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